EL
JORNALERO
Pocos
meses antes de que concluyera el aprendizaje de Rob, estaban bebiendo cerveza
en la taberna de la posada de Exeter, negociando cautelosamente los términos
laborales.
Barber
bebía en silencio, como si estuviera perdido en sus pensamientos, realmente le
ofreció un salario bajo. --más una nueva muda--agregó, como si lo acometiera un
arranque de generosidad.
No
en vano Rob llevaba seis años con él. Se encogió de hombros, dubitativo.
--Me
siento atraído a volver a Londres --dijo mientras rellenaba las copas
Barber
asintió.
--Una
muda cada dos años tanto si es necesaria como si no --añadió, después de
analizar la expresión de Rob.
Pidieron
la cena: un pastel de conejo, que Rob comió entusiasmado. En vez de dedicarse a
la comida, Barber la emprendió con el tabernero.
La
poca carne que encuentro es durísima y esta mal condimentada refunfuñó--.
Podríamos elevar un poco el salario. Un poco.
--Esta
mal condimentada --Confirmó Rob--. Eso es algo que tu nunca haces. Siempre me
ha gustado tu forma de condimentar la caza.
¿Que
salario consideras justo para un mocoso de dieciséis anos?
-Prefiero
no tener salario.
¿Prefieres
no tener salario? --Barber lo observó con suspicacia.
Así
es. Los ingresos se obtienen de la venta de la panacea y del tratamiento de los
pacientes. Por tanto, quiero la duodécima parte de cada frasco vendido y la
duodécima parte de cada paciente tratado.
-Un
frasco de cada veinte y un paciente de cada veinte.
-Rob
solo vaciló un instante antes de asentir.
--Los
términos durarán un año y luego podrán renovarse por mutuo acuerdo.
--¡Trato
hecho!
--Trato
hecho --dijo Rob serenamente.
Levantaron
las jarras de cerveza negra y sonrieron.
--¡Salud
!
--¡Salud!
Barber
se tomó muy en serio sus nuevos costos. Un día que estaban en Northampton,
donde había hábiles artesanos, contrató a un carpintero subalterno para que
hiciera otro biombo, y en su próxima parada, que resultó ser Huntington, lo
instaló no muy lejos del suyo.
--Es
hora de que te pares sobre tus propios pies --dijo.
Después
del espectáculo y los retratos, Rob se sentó detrás de la cortina y esperó.
-¿Lo
mirarían y soltarían una carcajada? ¿o girarían sobre sus talones y se sumarían
a la fila de espera de Barber?
Su
primer paciente hizo una mueca cuando Rob le tomó las manos, por que su vieja
vaca le había pisoteado la muñeca.
--La
muy zorra pateó el cubo. Luego, cuando me estiré para enderezarlo, la condenada
me pisó.
Rob
palpó suavemente la articulación y al instante olvidó cualquier otra cosa.
Había una magulladura dolorosa. También un hueso roto, el que bajaba del
pulgar. Un hueso importante. Le llevó un rato vendar correctamente la muñeca y
amarrar un cabestrillo.
El
siguiente era la personificación de sus temores: una mujer delgada angulosa de
aire sombrío.
--He
perdido el oído --declaró.
Rob
le examinó las orejas, que no parecían tener ningún tapón, No conocía nada que
pudiera mejorarla.
--No
puedo ayudarla --dijo con tono pesaroso.
La
mujer sacudió la cabeza.
--¡NO
PUEDO AYUDAROS! --gritó Rob.
--ENTONCES,
PREGUNTADLE AL OTRO BARBERO.
--EL
TAMPOCO PODRÁ AYUDAROS.
Ahora
la mujer tenía expresión colérica.
--¡CONDENAOS
EN LOS INFIERNOS! SE LO PREGUNTARÉ YO
MISMA.
Rob
oyó la risa de Barber y notó cuanto se divertían los otros pacientes cuando la
mujer salió como una tromba.
Aguardaba
detrás del biombo, ruborizado, cuando entró un joven que tendría uno o dos años
más que él. Rob reprimió el impulso de suspirar cuando vio el dedo índice
izquierdo en avanzado estado de gangrena.
--No
tiene buen aspecto.
El
joven tenía blancas las comisuras de los labios, pero de alguna forma logró
sonreír.
--Me
lo aplasté cortando madera para el fuego hará una quincena. Dolió, por
supuesto, pero aparentemente mejoraba. Entonces...
La
primera articulación estaba negra y abarcaba una superficie de inflado
descoloramiento que se convertía en carne ampollada. Las grandes ampollas
despedían un fluido sanguinolento y un olor gaseoso.
--¿Como
fuisteis tratado?
--Un
vecino me aconsejó que lo envolviera en cenizas húmedas mezcladas con mierda de
ganso, para aliviar el dolor.
-Rob
movió la cabeza afirmativamente, pues este era el remedio más común.
--Bien.
Ahora es una enfermedad que si no se trata os comerá la mano luego el brazo.
Mucho antes de que llegue al cuerpo, moriréis. Es necesario amputar el dedo.
-El
joven asintió, con expresión valerosa.
-Ahora
Rob dejó escapar el suspiro. Tenía que estar doblemente seguro:
Cortar
un apéndice era un paso serio, y aquel joven notaría su falta el resto su vida
cuando intentara ganarse el pan.
Pasó
al otro lado del biombo de Barber.
--¿Que
pasa? --Barber parpadeó.
-Tengo
que mostrarte algo --dijo Rob y volvió con su paciente, mientras el gordo
Barber lo seguía a ritmo laborioso.
-Le
he dicho que es necesario cortarlo.
-Si
--afirmó Barber, y su sonrisa desapareció--. ¿Quieres ayuda?
Rob
meneo la cabeza. Dio a beber al paciente tres frascos de Panacea universal y a
continuación reunió con gran cuidado todo lo que necesitaría para no tener que
buscarlo en medio del procedimiento, ni tener que gritar a Barber pidiendo
ayuda. Cogió dos bisturís afilados, una aguja e hilo, una tabla corta, tiras de
trapos para vendar y una pequeña sierra de dientes finos. Ató el brazo del
joven a la tabla, con la palma de la mano hacia arriba.
-Cerrad
el puño dejando fuera el dedo malo.
Envolvió
la mano con vendas y la ató por separado para que los dedos no le
obstaculizaran el camino.
Se
asomó y reclutó a tres hombres fuertes que haraganeaban por allí dos para
sostener al joven y uno para sujetar la tabla.
En
una docena de ocasiones se lo había visto hacer a Barber, y dos veces había
hecho personalmente bajo la supervisión de aquel, pero nunca lo había intentado
solo. El truco consistía en cortar lo bastante lejos de la gangrena como para
detener su progreso, aunque dejándolo al mismo tiempo lo más largo posible.
Cogió
el bisturí y lo hundió en la carne sana. El paciente gritó e intentó levantarse
de la silla.
-Sujetadlo.
Cortó
un círculo alrededor del dedo e hizo una breve pausa para lavar la herida con
un trapo antes de hender el sector sano del dedo por ambos lados y desollar
cuidadosamente la piel hacia el nudillo, formando dos colgajos el hombre que
sostenía la tabla empezó a vomitar.
--Coge
tu la tabla --dijo Rob al que le sujetaba los hombros.
No
hubo ningún problema con el cambio de manos porque el paciente se había
desmayado.
El
hueso era una sustancia fácil de cortar, y la sierra produjo un raspado
tranquilizador cuando serró el dedo y lo seccionó.
Recortó
con gran cuidado los colgajos e hizo un esmerado muñón, tal como le habían
enseñado, no tan ceñido como para que doliera ni tan flojo como para provocar
engorros; después cogió la aguja y el hilo, y lo cosió con puntadas pequeñas y
precisas. Restañó una exudación sanguinolenta volcando más panacea sobre el
muñón. Después, ayudó a llevar al joven quejumbroso a la sombra de un árbol,
para que se recuperara.
Luego,
en rápida sucesión, vendó un tobillo torcido, un corte profundo en el brazo de
un niño, y vendió tres frascos de medicina a una viuda aquejada de dolores de
cabeza y otra media docena a un hombre que padecía gota. Comenzaba a sentirse
un tanto engreído cuando entró una mujer que evidentemente se estaba
consumiendo.
No
había error posible: estaba demacrada, tenía la tez cerúlea, y el sudor le
brillaba en las mejillas. Rob tuvo que obligarse a mirarla después de haber
percibido su sino a través de las manos.
--...ni
deseos de comer --estaba diciendo--, aunque tampoco retengo nada de lo que
como, pues lo que no vomito se me escapa en forma de deposiciones
sanguinolentas.
Rob
le apoyó la mano en el pobre vientre y palpó la abultada rigidez, hacia la que
dirigió la palma de la mano de la paciente.
--Buba.
--¿Que
es buba, señor?
--Un
bulto que crece alimentándose de la carne sana. Ahora mismo podéis sentir una
serie de bubas debajo de vuestra mano.
--El
dolor es terrible. ¿No hay cura? --preguntó serenamente.
Le
gusto su valentía y no se sintió tentado a responder con una mentira
misericordiosa. Movió la cabeza de un lado a otro, porque Barber le había dicho
que muchas personas sufren bubas de estómago y todas mueren.
Cuando
la mujer lo dejó, lamentó no haberse hecho carpintero. Vio el dedo cortado en el suelo. Lo recogió, lo
envolvió en un trapo y lo llevo hacia el árbol bajo cuya sombra se recuperaba
el joven. Se lo puso en la manos
Desconcertado,
el paciente miró a Rob.
--¿Que
haré con esto?
--Los
sacerdotes dicen que se deben enterrar las partes perdidas para que le esperen
a uno en el camposanto, y se pueda levantar entero el día juicio final.
El
joven meditó un instante y luego asintió.
--Gracias,
cirujano barbero.